¿De qué ciudadanos hablamos?
El concepto de ciudadano ha ido cambiando a lo largo de la historia. Desde una perspectiva occidental, se formaliza por primera vez en las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII, con la proclamación de los derechos de libertad y de igualdad y la voluntad de constituir un poder político representativo de la voluntad popular. Posteriormente, se hace un gran esfuerzo por conseguir convertir en realidad lo que se había proclamado. A lo largo de todo el siglo XIX hay un conflicto abierto para intentar convertir estos derechos de ciudadanía proclamados formalmente en derechos materiales y reales.
En las postrimerías del siglo XIX se abre una nueva fase centrada en la consecución de los derechos sociales y económicos. Un nuevo paso para esta ciudadanía política proclamada que ahora ya tiene la capacidad de organizarse, de expresarse, de manifestarse y de votar (a pesar de las restricciones de edad y de sexo que se mantendrán hasta bien entrado el siglo XX).
El compromiso socialdemócrata-democristiano -en expresión de Ralph Dahrendorf- de después de la Segunda Guerra Mundial se basa en la aceptación de la economía de mercado y de unas políticas redistributivas que quieren compensar las desigualdades que este sistema económico genera. En cierto modo, esto se plasma constitucionalmente en los derechos económicos y sociales y significa la apertura hacia una nueva fase de ciudadanía: la marcada por la proclamación de que los ciudadanos ya no sólo tienen derecho a votar, manifestarse y expresarse, sino también a recibir una educación, una sanidad, unas prestaciones de carácter económico en caso de perder su empleo, unas pensiones... el conjunto de elementos que denominamos políticas de bienestar.
En los últimos años del siglo XX y los primeros del presente siglo han ido surgiendo dudas sobre la continuidad de estos derechos y sobre su capacidad de universalización. La combinación de transformación tecnológica, globalización económica, ofensiva política conservadora y oleadas migratorias marca el comienzo del siglo XXI y obligan a replantear las propias bases de lo que hasta ahora se entendía como ciudadanía. El fin de siglo se caracteriza también por nuevas reivindicaciones de la ciudadanía, nuevas dimensiones que, de algún modo, complementan las fases de carácter político y socioeconómico. Me refiero a lo que algunos llaman la tercera generación de derechos de ciudadanía, que serían, por ejemplo, los derechos de carácter ambiental que, en el caso de Francia, se han incorporado a la Constitución mediante la llamada "Carta de los derechos ambientales".
Por otra parte, han ido surgiendo conflictos o tensiones entre los derechos individuales y los derechos colectivos, lo que para algunos constituye la cuarta generación de derechos. Porque la construcción de los derechos se ha basado en una lógica de carácter individual. En cambio, ahora nos referimos a derechos aplicados a colectivos que pueden basarse en hechos o identidades étnicas, religiosas, lingüísticas...
Todo ello choca con tradiciones como la republicana francesa, que se fundamenta en el ejercicio individual de los derechos y que, por ejemplo, entiende que cualquier opción religiosa pertenece a la esfera privada. Por consiguiente, en estos momentos, muchas chicas o chicos de religión musulmana o sij, han tenido que elegir entre el derecho a asistir a la escuela y el derecho a vestir según prescribe su religión. En otros países, la forma de afrontar estos temas ha sido más pragmática o acomodaticia.
Si empezamos a hablar de qué sociedad queremos, quizás consigamos que la gente se sienta más implicada en el futuro de cada ciudad o comunidad
Por otra parte, las constituciones de países como Ecuador o Bolivia han incorporado la aceptación de las tradiciones indígenas en el ordenamiento jurídico común, un hecho sin precedentes que demuestra la significación del reconocimiento de los derechos colectivos en la tradición política y social de raíz europea occidental. Recordamos que, de hecho, la política de normalización lingüística catalana no es más que una expresión de esta perspectiva colectiva de los derechos de ciudadanía.
Esta nueva vertiente de los derechos nos habla de derechos emergentes y, por tanto, de ampliación y diversificación de los derechos; un proceso en que,
junto con los valores más consolidados (como la autonomía individual y la igualdad), prevalecen los nuevos valores basados en el reconocimiento de la diversidad religiosa, étnica, cultural, sexual, de formas de convivencia familiar, y un largo etcétera.
De todo ello hablamos en un contexto como Cataluña y España, donde hay miles y miles de ciudadanos que no tienen garantizados los derechos políticos básicos. Tienen obligaciones y tienen algunos derechos, pero no todos. Por ello, el debate debe centrarse en preguntarnos desde dónde hablamos de derechos; desde dónde hablamos de ciudadanía. Desde qué situación y desde qué momento. ¿Es exactamente igual hablar en Salt o en Cadaqués, en el Raval o en Pedralbes?
También cuando hablamos de incivismo o de civismo, deberíamos relacionarlo con un contexto un poco más amplio. Deberíamos hablar de cómo lograr que las personas que viven en una ciudad se sientan ciudadanas y, por tanto, de cómo llevar este tema a la propia configuración de la ciudad, de modo que se evite la segmentación territorial y social. Si comenzamos a hablar de qué sociedad queremos en lo referente a los temas aquí comentados, quizás conseguiremos que la gente se sienta más implicada en el futuro de cada entorno concreto, de cada ciudad o comunidad.
En definitiva, ¿qué ciudadanos queremos? No podemos hablar en abstracto. Debemos ser conscientes de que una sociedad basada en la legitimidad, los valores y las instituciones de la ciudadanía no es fácil de conseguir en un contexto como el actual, lleno de fragilidades y vulnerabilidad social e individual. Hay que construir un espacio público entendido y percibido como común, que trascienda a la sociedad concreta, sus divisiones y sus desigualdades. Es decir, que ayude a reforzar los vínculos entre las personas. Unos vínculos que, ante todo, deben ser sociales, de proximidad y que deben tener garantías jurídicas y políticas. Si éstas fallan, como sucede actualmente en el caso de los inmigrantes, las dificultades aumentan.
Debemos construir un espacio público entendido y percibido como común, que trascienda a la sociedad concreta, sus divisiones y sus desigualdades
También debemos ser conscientes de que la propia idea de ciudadanía es difícil de materializar. La igualdad civil, jurídica y política que se postula de individuos diversos y desiguales por sus orígenes y por sus capacidades, contrasta inevitablemente con una realidad muy diferente de aquella a la que se aspira. La ciudadanía es una utopía creadora que se esfuerza por superar las presiones étnicas o étnicorreligiosas, y que se propone resolver, mediante el derecho, los conflictos entre grupos sociales con intereses opuestos. Crear una comunidad de ciudadanos es difícil, paradójico e implica una fuerte carga utópica. Sin embargo, la utopía sirve siempre para indicarnos el camino.
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